Ceden terreno ante el discurso de los medios de comunicación
Conversar constituye un ejemplo clásico de libre asociación. Así lo sostiene el eminente filósofo británico Roger Scruton tomando como referencia el “orden espontáneo” de Hayek. Para Scruton, una sociedad libre surge a partir de interacciones consensuadas y voluntarias que, a diferencia de lo planteado por el reduccionismo economicista liberal, no limitan sus manos invisibles a las transacciones de mercado. A medida que interactuamos aprendemos a resolver conflictos de interés, reemplazando golpes por palabras. En principio, mientras más conversamos sobre todo y con todos, más nos civilizamos.
Independientemente del tema tratado, conversar es un acto espontáneo entre dos o más personas libres y racionales. Sin embargo, Scruton señala que a medida que la conversación incluye a más participantes, su potencial de fragmentación aumenta, disminuyendo así la satisfacción obtenida de esta actividad. Por lo tanto, al establecer reglas para su conducción y exigir a todos los participantes la misma disciplina y cortesía para cumplirlas evitan que la intrascendencia y prepotencia campeen en un espejismo de pluralidad y libertad.
En el tránsito del hombre del nomadismo hacia sistemas político-jurídicos más complejos, sus conversaciones estimularon pensamientos que derivaron en convenciones y tradiciones que hoy podemos identificar, por ejemplo, en los debates parlamentarios. Más allá de la calidad de quienes participan en estos debates, es deber excluyente del poder político legítimo garantizar su cumplimiento para proteger los cimientos de la libre asociación.
Una conversación solo es posible si todos los participantes respetan los principios de reciprocidad e igualdad de oportunidad para intervenir. Por esta razón, conversar no es sinónimo de hablar, ya que quienes hablan no siempre los respetan. Más aún, hablar implica cumplir propósitos previamente establecidos que varían desde la transmisión de mensajes irrelevantes hasta la imposición de ideologías. No obstante, el propósito de una conversación difícilmente puede ser definido con anterioridad a su ejercicio ya que, como bien lo explica Scruton, este emerge durante su desarrollo.
Conversar demanda una completa predisposición de todos los participantes para evaluar la intención, virtud y verdad contenida en las palabras del otro. Estas características también son (o deberían ser) intrínsecas al debate que, si bien comparte los principios de una conversación, se diferencia de esta al establecer propósitos previos al acto de conversar. Por el contrario, si el interés en comunicar depende exclusivamente de la imposición de una agenda previamente establecida, el parlante o “hablador” circunstancial dará por terminada la interacción una vez cumplido su propósito.
Lo hasta aquí expuesto no implica la imposibilidad de distinguir entre buena y mala conversación, o la inexistencia de mecanismos formales o informales que nos permitan evaluar si esta ha sido provechosa o no. La capacidad para influir sobre el punto de vista del otro no solo dependerá de la inteligencia de cada participante, sino también de la posesión de capacidades blandas como empatía y persuasión. Empero, conversar debe ser, ante todo, una oportunidad para disfrutar los beneficios que emanan del mero ejercicio de la conversación. La satisfacción que obtengamos —sin proponérnoslo— de una conversación sincera, consensuada, voluntaria, cortés e informada constituye un efecto secundario —una externalidad positiva en el robótico lenguaje del homo economicus— que en algunas ocasiones puede ser comparable a la satisfacción que nos produce ver un partido de la Premier League, asistir a un concierto o jugar con nuestros hijos.
Se entiende entonces que conversar constituye una expresión concreta de libre asociación no sometida a propósitos previamente establecidos, y que su ejercicio constituye el propósito en sí mismo. Lamentablemente, en un mundo secuestrado por los medios de comunicación y embrutecimiento masivos, las fuentes que inspiran, las convenciones que gobiernan y los principios que sostienen a las conversaciones civilizadas están siendo deliberada y sistemáticamente destruidas con el propósito de imponer una agenda polarizadora y disolvente.
Resulta paradójico que a pesar del enorme volumen y variedad de información de la que hoy disponen las nuevas generaciones, la inmensa mayoría de sus integrantes sea incapaz de conversar con un nivel mínimo de articulación, educación, sinceridad y respeto. La libre asociación continúa cediendo terreno ante la falsa libertad promovida por parlantes mediáticos con ilegítimos poderes paraestatales y expresada por un hiperindividualismo consumista, esclavizador y esencialmente intrascendente. En este tránsito regresivo desde la civilización hacia el neotribalismo son muchos los que hablan sobre muy poco, mientras las conversaciones agonizan.